VIDA EN AZÚCAR. CAPÍTULO 5: LA DULCE NADA

 Mi cuerpo no era nada de lo que era. No me sentía yo. No sentía que perteneciera a ese espacio. 

Comencé a odiar verme al espejo. A odiar mi deformidad. A odiarme a mi misma. A odiar mi existencia. 

Un día, desesperada por mi horrendo ser y mi miserable existencia, subí al techo de la casita de jengibre y me lancé. La caída fue mucho menor que la que recibí con el ángel. Pero fue suficiente como para romper parte de mi ahora frágil cuerpo, sin embargo mi cabeza quedaba intacta. 

En cuanto las hadas me encontraron, volvieron a pegarme. A diferencia de la vez anterior, esta vez podía escucharlas y hablarles. Les supliqué que me rompieran, que rompieran mi cabeza. Incluso intenté llorarles. Apelar a su lado más amable y misericordioso. Pero ellas solo sonreían y me daban palabras de aliento y cumplidos. Yo no quería eso. Yo quería acabar de romper lo que había roto el ángel. Yo quería desintegrarme. Desvanecerme. Dejar de existir.

Después de la quinta vez que me lance. Podían pegar mis fragmentos mientras cantaban. Ya era como un usual rompecabezas para ellas. A pesar de que sabía que nunca me harían caso, seguí y seguí pidiéndoles que me rompieran la cabeza. Pero parecía que con cada petición la hacían más y más dura, casi irrompible. 

Pese a todo y a todas las veces que subía a su tejado. Ellas siempre fueron amables conmigo. Me sonreían y hacían cumplidos constantemente. Me habían proporcionado una mullida cama de algodón de azúcar y una bonita habitación que resplandecía como un arcoíris. Pero cada rincón me recordaba al ángel. Esa mullida cama me recordaba a mi caída y los colores me recordaban a las alas del angel. Así que dormía en el suelo. Con la cabeza enterrada en un hoyo que me cubría para no ver nada. Cada mañana amanecía con tos o gripa. Pero nunca me reclamaron nada. Nunca se molestaron. 

Luego de cinco meses viviendo con ellas y más de ciento cincuenta veces que me había lanzado por el tejado, decidí corresponder a sus atenciones. Comencé a ayudarles a todo lo que necesitaran. Comencé a ser un elemento útil de la casa. Sin embargo, con la llegada de la primavera, tuvieron trabajo. Dejaban la casa muy a menudo. 

Estar con ellas había facilitado todo. Pero sola, era inevitable no pensar cosas. Así que trataba de distraerme. Me paseaba por la casa, hablando sola, imaginando situaciones, contándome historias, fingiendo que tenía amigos. A veces me formulaba toda una conversación con cinco elementos que convivían conmigo. Me sentía como una mascota. 

Entre todas mis conversaciones conmigo misma, me di cuenta de algo. Había dejado de ser real. Dejaba de existir conforme los días pasaban. Ya solo era una cáscara. Una envoltura de caramelo. Una basura. 

Era nada. 

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